lunes, 24 de mayo de 2010

El precio de compartir las palabras

Por Ramadán Arcos

César López, Pablo Guerra y Ronel González compartieron ayer a Lezama más que antes. Lo dividieron pedazo a pedazo frente a mí, en la complicada estructura del “escritor de una palabra que es deleite” y por eso luego pude caminar sobre los Fragmentos a su imán. Lo mismo estaba yo en la Biblioteca Alex Urquiola que en La casa del alibi, viendo cómo podía una cajita de cristal agrupar La cantidad hechizada de libros que no imaginé ver a la vez.

En el panel, César hacía el recuento de lo que se ha hablado de Lezama en anteriores noches de poesía o noches insulares, como proemio a un puente, un gran puente de poesía y canto de trovadores, pues él consiguió devolverle a la poesía su esencia. En algún momento descendió hasta la inutilidad de la palabra usada y ya desprovista de música, dicen.

Justo a la Hora Tercia, masticas letras, si es que sabe uno aproximarse a cualquier pensamiento de carácter poético, como lo hizo Lezama, te nutres de sus entrañas, sus dudas, las dudas de su propia fe. Estás redimensionando, entonces, la cumbre de su cuentística, amplia y diversa, pero opacada o menos explorada debido a la magnitud que alcanza Paradiso, su obra cumbre y una de las más importantes novelas de todos los tiempos del siglo XX en adelante, en Cuba y Latinoamérica.

Ronel viajó a La Habana, hace algunos años, porque siempre quiso visitar su casa natal. Cuenta que estaba cerrada y no dejaban entrar a nadie. Él insistió, rogando, sollozando casi. Imagínense el trabajo que le había costado trasladarse desde Oriente, con objetivos precisos de escribir sobre Lezama, y que le vinieran con eso. Abrió la puerta un joven muy amable que lo dejó colarse, en silencio, en aquel universo.

Esto sucede en el espacio para la literatura en Romerías, en el centenario del escritor de Cuba y el mundo. Nada he dicho yo. Lo dijo Ronel, Pablo Guerra o César López. Ése es precisamente el precio de compartir las palabras: todo queda en Palabras Compartidas.

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